Encajar
Siempre he sentido que no encajo, como si mi alma fuera un barco que se empeña en navegar en mares que no aparecen en los mapas. Desde niña supe que había algo en mí que no coincidía con el resto, como si mi latido marchara a un compás que nadie más escuchaba. No es vanidad ni orgullo; es más bien una melancolía suave, como la brisa que acaricia las tardes de otoño, recordándote que algo siempre está por terminar.
Ser distinta tiene su lado hermoso, pero también su peso. Hay días en los que el mundo me parece un teatro donde todos llevan máscaras que yo nunca aprendí a ponerme. Y mientras los demás ríen o aplauden, yo me pregunto si no estaré mejor fuera, mirando el cielo, buscando algo que ni siquiera sé si existe.
A veces me canso. Me canso de remar contra la corriente, de ser esa nota que no cuadra en la melodía. Pero luego, en la quietud de la noche, cuando todo el ruido se apaga, me descubro a mí misma. Y es ahí, en ese instante íntimo y frágil, cuando entiendo que ser distinta no es un castigo. Es una forma de ver el mundo desde otro rincón, uno donde la tristeza se mezcla con la belleza, con la risa y donde las heridas, de alguna forma, también son arte.
No encajo, no pertenezco, y quizás nunca lo haga. Pero hay cierta dulzura en esa soledad rodeada de gente, en saber que, aunque el camino sea más difícil, es mío. Solo mío.
Y eso, en el fondo, también es un tipo de libertad.
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