La puerta del hospital

Allí estaba. Y allí se erguía como un centinela que todo lo ha visto. Los bordes de sus hojas, agrietados por el paso del tiempo, guardaban las huellas invisibles de manos temblorosas que alguna vez la empujaron, de cuerpos cansados que se apoyaron en ella buscando un instante de alivio, de lágrimas que quedaron atrapadas en sus grietas. No era una puerta común, no solo separaba el exterior del interior, sino que marcaba la frontera intangible entre la vida y la muerte, la esperanza y la resignación.

Si pudiera hablar...¿qué diría? ¿qué pensamientos escondería tras su pesado marco de contrachapado de los años 90?. Allí, en su quietud, había aprendido que la vida, en su esencia, es un ciclo continuo de llegadas y partidas, de salud y enfermedad, de encuentros y despedidas. Pero por encima de todo había entendido que la fragilidad del cuerpo esconde la resistencia del alma.

Había presenciado amaneceres que traían consigo la ansiedad de lo incierto, cuando los primeros rayos de sol se posaban sobre su superficie, iluminando los rostros de quienes -con ojos hinchados por el insomnio- se aferraban a promesas que tal vez no se cumplirían. El aire frío de la madrugada, siempre tan indiferente, siempre tan a su bola, acariciaba a los que esperaban noticias al otro lado de sus hojas, y la puerta, inmóvil, los escuchaba en su silencio. Oía las palabras no dichas, los rezos susurrados de los creyentes y de los ateos agarrados a un clavo ardiendo, el tic-tac de los relojes en corazones que, a veces, latían más rápido por el miedo que por la vida misma.

La puerta comprendía -mejor que muchos, mejor que nadie- que no había respuestas definitivas en esos pasillos. Sabía que la vida no se podía reducir a un diagnóstico o un pronóstico. Lo había visto todo: los médicos que caminaban con prisa, los familiares que cargaban con el peso de la incertidumbre, y los pacientes que, al otro lado de la puerta, esperaban. Y en su inmovilidad, había encontrado su propia forma de compasión. Nunca juzgaba.  Simplemente...permanecía, testigo silencioso del flujo interminable de vidas que la atravesaban. En las noches más silenciosas, cuando las luces del hospital parpadeaban y los pasillos con olor a desinfectante quedaban vacíos, la puerta respiraba con el viento suave. Y en esos instantes, entre la vigilia y el sueño, parecía susurrar una verdad profunda: que, a pesar de todo, a pesar del dolor, a pesar de la pérdida y a pesar de la incertidumbre, la vida siempre continuaba. La gente seguía llegando, cruzando su umbral con nuevas esperanzas, con nuevas luchas. Y ella -eternamente paciente, en su contrachapado de los años 90 que alguna vez a alguien le pareció moderno- seguiría ahí, aguardando. Aguardando a quienes necesitaran de su umbral para seguir adelante.

A pesar de todo. 




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