El sonido del silencio
No sabía que el silencio “sonaba” tan alto.
Cuando alguien con quien compartes techo se va para siempre, el silencio que queda no es como el de antes. Es un silencio que tiene peso, un silencio que ocupa espacio, que se siente como un zumbido grave en el pecho.
La primera noche fue la más extraña. Fue cuando noté que el silencio tiene un sonido propio. La casa seguía ahí, igual, pero todo sonaba distinto. Me senté en la sala y, de repente, noté cosas que antes nunca había percibido: el crujido del sofá cuando me movía, el ritmo monótono del reloj de pared. Siempre habían estado ahí, pero su ruido quedaba ahogado por el murmullo constante de nuestra vida compartida. Ahora, con él fuera, todo de repente se amplificaba. Era como si el mundo me estuviera hablando del vacío. Como si todos estos ruiditos me estuvieran contando que ahora estaban huérfanos, como yo.
Es curioso cómo funciona el duelo. El duelo tiene un sonido, y ese sonido es el del silencio. No un silencio neutral, sino un silencio cargado de ecos. No escuchas el murmullo en la planta baja que antes llenaba las mañanas, pero la recuerdas, y en esa memoria hay una resonancia. Te das cuenta de que el silencio no está vacío: es un espacio lleno de lo que fue. Su radio sigue en la mesa, pero ya no hace ese sonido de estática cuando él la encendía nada más levantarse. La puerta del baño ya no cruje al abrirse a las siete de la mañana. El ruido más insoportable es, paradójicamente, el que ya no existe.
En un primer momento, pensé que el silencio era mi enemigo. E intenté apagarlo con cualquier cosa: música, noticias, cualquier sonido que llenara el aire. Hay momentos en que incluso mi propia respiración me resulta ruidosa, como si no tuviera derecho a sonar tan fuerte en una casa que ahora parece estar de luto. Con los días, me doy cuenta de que estoy tratando de luchar contra algo que no puede ganar, y quizá tampoco deba. El silencio no es mi enemigo; es mi maestro. Me muestra que la vida está hecha tanto de ruido como de vacío. Y en ese vacío, en ese descubrimiento de descubrir la futilidad de resistirse, te cansas. Apagas todo lo que habías encendido para llenar el silencio y dejas que este hable.
Y habla. Vaya si habla.
Al principio, con dureza, mostrándome las pequeñas cosas que había ignorado: la forma en la que su butaca está ligeramente inclinada porque le gustaba la luz por las mañanas, el espacio en la repisa del baño donde solía dejar su maquinilla de afeitar junto a ese bote de Floïd naranja que me hacía irle a comprar a la única droguería de la ciudad que aún lo vende, la manera en la que su perro olisquea su cama, como esperando a que regrese…
Ahora, con el paso de los días, el silencio se va suavizando. Y hay algo profundamente íntimo en ese descubrimiento. El silencio no es solo una ausencia: es también una forma de presencia. Es lo único que queda cuando lo tangible ya no está. Su forma de existir es recordarte -suavemente pero con firmeza- que aquello que se fue no desaparece del todo. Sigue ahí, pero de otra manera: en los ecos, en las pausas, en los momentos que parecen vacíos pero están llenos de memoria.
No diría que el silencio consuela, al menos no al principio. Más bien, confronta. Te obliga a sentir, a recordar, a aceptar. Pero con el tiempo, aprendes a escucharlo. En medio de esa aparente quietud, notas que existe una conversación: en cada tic-tac del reloj, en cada crujido de la casa, en cada espacio donde antes había vida.
El silencio -ahora lo voy entendiendo- no es un consuelo fácil. Pero tiene una cualidad: es sincero. No adorna, no esquiva, no disfraza. Es como la marea: puedes intentar huir de ella, pero siempre regresa. Y cuando dejas de pelear, descubres que no es enemigo, sino refugio. Que no es un castigo, sino más bien una puerta. Una que sólo se abre cuando aceptas cruzarla. Con miedo, con lágrimas, pero también con la certeza de que más allá de esa quietud está el espacio donde empiezas a construir una nueva forma de estar.
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