El olor de Badajoz

Me fascina el olor de mi ciudad de una forma muy curiosa. Badajoz huele de una manera bastante particular, y cada vez que respiro aquí, siento que el aire lleva consigo una mezcla de tierra, historia y vida. Es un olor que no sólo entra por la nariz: se clava en el pecho, como una canción bien cantada, que no necesita adornos porque lo lleva todo dentro. Como si quisiera recordarte que esta ciudad, para las personas que la amamos, no es sólo un lugar, es un sentimiento. Huele a tiempo, pero no a ese tiempo que corre sin sentido. Huele al tiempo pausado, al que se vive y se siente, al que deja su huella en las calles. Huele a frontera, a olor que sabe a historia compartida, a la calidez de quienes han aprendido a convivir con la mezcla y a encontrar en ella su identidad. Huele a piedra y a río, a la Alcazaba mirando al Guadiana como a un viejo amigo. Y ese, el Guadiana, no sólo huele, sino que habla con esa corriente serena que arrastra siglos y siglos de encuentros, promesas y secretos que sólo él conoce. Hay algo en esa aroma húmedo que parece envolverlo todo, como si el Guadiana fuera el corazón latente de la ciudad. 

También huele a su gente. Huele a las cafeterías sirviendo medias y enteras con clientes que charlan o que intentan pasar su día lo mejor posible, huele a migas del Venero, a churros de la calle de los árboles o al aroma del café de Miguel en la calle Stadium. Son aromas humildes, cotidianos, pero con ese toque especial que sólo tienen las cosas verdaderas, las que no necesitan disfrazarse para ser hermosas. 

Y cuando llega el Carnaval....ay, el Carnaval. Todo cambia. Todo se llena de un olor nuevo, vibrante, que lo impregna todo. Huele a maquillaje, a pistolas de silicona, a purpurina, a entusiasmo y al sudor de quienes bailan hasta que el cuerpo no puede más. Es el aroma de las comparsas que llenan las calles, del confeti que se queda en los rincones. También huele a libertad: a esa libertad que se canta en las coplas y se grita en las murgas, a esa que nadie le puede arrebatar al que se la pone en la garganta para decir las verdades del barquero. 

Pero hay algo más en el olor de Badajoz, algo que sólo se percibe si cierras los ojos y te dejas llevar. Hay un momento, justo al caer la tarde, cuando el sol acaricia los tejados y el río empieza a dormirse. Es como un olor a nostalgia que no sabes exactamente de dónde viene pero que te llena los pulmones con una canción que siempre has conocido: tardes de verano cuando el calor empieza a ceder y el cielo se tiñe de fuego. Leña quemada en algún campo lejano. El olor de la "helá" en invierno. El olor de las piscinas en verano. El olor de las castañas de la Avenida de Huelva en Otoño. El olor del incienso mezclado con azahar, incrustado "a hierro" entre las callejuelas del Casco Antiguo en primavera. 

Y por eso me encanta como huele mi ciudad. Porque es un olor que los pacenses nunca olvidamos, ya que no es sólo un aroma: es un canto, una herida, una verdad. Badajoz huele a dignidad, a pena, a lucha, a rabia, a sangre, a historia, a Portugal, a amor, a odio, a la belleza que resiste, a la memoria que no se borra, al orgullo de una tierra que, como su gente, sabe ser grande cuando quiere,  sin necesidad de muchas florituras. 

Es el olor que te hace evocar el sentimiento indescriptible de estar en casa. 

Mi casa.



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