Y las piedras seguían ahí

 Bajo el cielo vasto y eterno, en la serenidad de un valle olvidado, descansan las piedras, inmóviles y pacientes. Han estado ahí desde antes que la humanidad aprendiera a dar nombre a las cosas. Testigos mudos del paso de las eras, las piedras observan sin ojos, pero recuerdan con la certeza de quien nunca ha de moverse.

En el comienzo, sólo eran fragmentos desprendidos del corazón de la montaña, nacidas del crujido de la tierra, arrojadas al suelo por la fuerza de los elementos. Allí se quedaron, al principio, en la soledad de un mundo virgen, escuchando el silbido del viento que cruzaba las llanuras sin compañía. El silencio era el único idioma que conocían, y en ese lenguaje infinito, las piedras entendieron el paso del tiempo.

Luego llegaron las gentes, con su andar temeroso y sus manos ásperas. En un primer momento, las piedras no les prestaron atención. Eran criaturas fugaces, moviéndose rápido, encendiendo pequeños fuegos que morían en la oscuridad de la noche. Pero con los siglos, las piedras comenzaron a notar algo en esos seres frágiles. Aquellas criaturas erguidas las tocaban, las levantaban y, a veces, las rompían. Ellas crujían en silencio bajo la presión de aquellas manos temblorosas. De ser simplemente una parte más de la tierra, las piedras fueron transformadas: eran armas, eran refugios, eran los cimientos de templos que se alzaban al cielo.

 Pasaron siglos, y las piedras vieron crecer ciudades: hombres altos como torres las tallaban en bloques perfectos, las erigían en monumentos para dioses que parecían tan distantes como las estrellas. Las piedras, sin embargo, sabían que esos dioses eran tan efímeros como quienes los adoraban. Las ciudades caían, las paredes se resquebrajaban, y las estatuas se desmoronaban en polvo que el viento arrastraba sin piedad.

Mientras las gentes escribían sus historias en libros y pergaminos, las piedras recordaban lo que era vivir sin necesidad de palabras. Habían visto el primer fuego, escuchado los primeros cantos, sentido las primeras lágrimas caer sobre ellas. Pero siempre volvían al silencio, su hogar natural. Cada vez que una civilización se extinguía, las piedras quedaban solas de nuevo, hasta que un nuevo pueblo llegaba a reclamar la tierra, solo para también desaparecer en el incesante flujo del tiempo.

Las personas cambian, pensaban las piedras, pero nosotras permanecemos. Habían visto crecer las selvas, desbordarse los ríos, morir los océanos y convertirse en desiertos. Habían sentido la sangre de las guerras empapando la tierra y el calor de hogueras encendidas para celebrar la paz. Pero todo era lo mismo para ellas: la eternidad no distingue entre la alegría y la tristeza, entre la gloria y el olvido.

Ahora, en este nuevo amanecer, el mundo es diferente. La humanidad ha vuelto a olvidarlas. Ya no las levantan ni las veneran; las piedras son solo piedras otra vez, esparcidas por caminos donde apenas alguien posa la mirada. Pero eso no importa. Las piedras conocen el secreto que las gentes ignoran: nada permanece, excepto el tiempo. Y ellas, que son su más antigua creación, seguirán ahí, esperando en silencio, con la paciencia de quien ha visto todo pasar y sabe que el futuro no es más que otra forma de polvo que el viento llevará algún día.

Quizás, en un millón de años, cuando no quede rastro de lo que el ser humano ha construido, las piedras seguirán ahí, mirando el horizonte, guardando la memoria de lo que alguna vez fue. 


 

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