Era septiembre

 Siempre he sentido que enero es un mes impostado. Un intruso en el ciclo natural de las cosas. Las hojas ya han caído, el frío se ha instalado y la naturaleza parece dormida. ¿Cómo esperar que en un escenario tan desolado florezca algo?. Mi conexión siempre ha sido con septiembre. El mes de los buenos propósitos del gimnasio, el mes de los colegios, el mes de quitarse vicios que suben el colesterol, el mes de los folletos de colección en tu kiosko más cercano, el mes del “reseteo”. Las calles, antes vacías, se llenan de gente apresurada, de estudiantes con mochilas nuevas y de oficinistas con la mirada puesta en nuevos objetivos mientras miran, medio dormidos, cómo el sol de la mañana se refleja en las planchas metálicas de El Corte Inglés. El aire, aún cálido, huele a hojas secas y a posibilidades infinitas. Es como si el verano, con su ritmo lento y despreocupado, fuera una larga exhalación, y septiembre, una profunda inhalación que marca el inicio de algo nuevo. Hay algo en la energía de septiembre que me llena de vitalidad:quizás sea la promesa de días más frescos, de noches más largas y de un ambiente más propicio a la introspección. O tal vez sea simplemente la sensación de que el año está por delante, lleno de posibilidades. 

Puede que sea sólo una cuestión de perspectiva, pero para mi, septiembre es el verdadero comienzo del año. El mes en el que la vida se reinicia. El mes en el que todo -al menos durante la décima de segundo que tarda en posarse la primera hoja del otoño- es posible.
 

 

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