Tampoco importa qué día era.

Tampoco importa qué día era. Quizás se trataba de uno de esos días en los que te da por observar a toda aquella persona con la que te cruzas, en lugar de ir con el automático puesto sin apenas percatarte de tu entorno. Es entonces cuando te fijas, cuando aprendes a distinguir señales sutiles que quizás no duran más del microsegundo en el que haces contacto visual con alguien.

Fue entonces cuando te diste cuenta.

Sólo parecían existir dos tipos de personas: las que se habían rendido y las que no. Ninguna se convirtió en ese momento por arte de magia en algo mejor o peor,  sólo era cuestión de  quien había tirado antes la toalla y de quién aguantaba, con el cuerpo ensangrentado y lleno de golpes, a que sonara la campana para verificar que seguía en pie, que seguía, con la cabeza erguida, soportando otro asalto. De quién miraba de soslayo para el suelo, arrastrado por la inercia misma de la existencia o de quién, en medio del asfalto, aún buscaba una brizna de esperanza en la forma del canto de uno de los pajarillos de aquella avenida a la que tanto le cambiaban el nombre, la brisa inesperada en un verano sofocante o quizás en el reflejo de la luz en las copas de aquellos imponentes árboles. 

Tras las máscaras, sólo quedaban los ojos. 

Y los ojos, como suele decirse, nunca mienten.





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