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Pausa

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Es difícil intentar darle al play mientras la película sigue en pausa y no encuentras el mando a distancia que, caído en el suelo,  intenta llamar tu atención iluminando el piloto rojo de la tele. Es difícil contar una historia cuando el mando no aparece.  

El futuro ha llegado y no lo vi venir. Yo tampoco esperaba que fuera así.

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Creíamos que en el futuro los coches voladores invadirían nuestras calles mientras nos abrochábamos con estilo los robocordones de las zapatillas.  En su lugar revivimos a nuestros muertos poniéndoles ojos de muñeca mediante aplicaciones y páginas webs dudosas mientras una bruma de gel hidroalcólico se cuela en nuestros ojos, ya irritados del CO2 que se escapa por la parte superior de una mascarilla mal colocada.  Todo se precipita y desde el abismo nos mira, con ojos de hiena, el mañana inexorable a ritmo de segundero oxidado.   

Quisiera ser profunda pero el sopor me lo impide

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Quisiera serlo, de verdad. 

Malos tiempos para la lírica

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Quizás el título de esta entrada se haya convertido en un lugar común por derecho propio. Sólo hace falta googlearla para no sólo encontrarse con un Germán Coppini repitiendo machaconamente la frase del poema de Bertolt Brecht con esa angustia existencial a lo Joy Division, sino también con decenas de artículos periodísticos con este encabezado. Todos hablan, en mayor o menor medida del mismo tema: el paraíso perdido de lo que fue, la patria de los recuerdos idealizados, el pasado imperfecto que hacemos perfecto en nuestra mente para esconderlo de una realidad donde la lírica está denostada.  Quizás son malos tiempos para la lírica en un mundo que parece encontrarse al borde de un precipicio donde no sabemos si saldremos mejores, peores o al menos vivos.  Quizás en ese precipicio el azul del mar inunde nuestros ojos, el aroma de las flores nos envuelva, contra las rocas se estrellen nuestros enojos y así toda la esperanza se nos devuelva. 

Saudade

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 Cuando naces y creces en la frontera entre dos países aprendes a vivir con el corazón partido en dos, normalizando el hecho de saltar de un lado a otro de la misma, como si fueras al barrio de al lado. Cuando naces y creces en Badajoz le añades la extraña circunstancia de tener la capital del vecino a un tiro de piedra, la cual se convierte en la protagonista de muchas primeras experiencias vitales. Entonces llega el momento en el que pierdes la cuenta de las veces que la has visitado y comienzas a interiorizarla como algo usual en tu existencia. En ese instante comienzas a sentirte realmente a gusto en sus calles, a entenderla de verdad, a descubrir ese tipo de cosas que sólo una ciudad te ofrece con el paso del tiempo. El primer recuerdo que tengo de Lisboa es el de un sonido: el de las planchas metálicas del carril izquierdo del puente 25 de Abril, mientras el Seat 124 de mi padre lo cruzaba. Según me cuentan, el pavor que le tenía al pobre puente era tal que-hecha un ovillo-no me

Tampoco importa qué día era.

Tampoco importa que día era. Quizás se trataba de uno de esos días en los que te da por observar a toda aquella persona con la que te cruzas, en lugar de ir con el automático puesto sin apenas percatarte de tu entorno. Es entonces cuando observas, cuando aprendes a distinguir señales sutiles que quizás no duran más del microsegundo en el que haces contacto visual con alguien. Fue entonces cuando te diste cuenta. Sólo parecían existir dos tipos de personas: las que se habían rendido y las que no. Ninguna se convirtió en ese momento por arte de magia en algo mejor o peor, sólo era cuestión de quien había tirado antes la toalla y de quién aguantaba, con el cuerpo ensangrentado y lleno de golpes, a que sonara la campana para verificar que seguía en pie.  Tras las máscaras, sólo quedaban los ojos.  Y los ojos, como suele decirse, nunca mienten.